I. P. L
Fernando nos ha dicho adiós. Ha partido quién sabe si al reencuentro de esa hija a la que dedicó con las mejores uvas de Viña Coqueta uno de sus tintos, María Remírez de Ganuza. Queda atrás su bodega de Samaniego, su incursión en la Ribera del Duero, sus cambios en la viticultura y en la enología. Esa división de los racimos entre puntas y hombros, esas enormes bolsas llenas de agua con las que buscaba una mayor suavidad en el prensado de vinos como Trasnocho.
Remírez de Ganuza se acercó a este mundo como inteligente comprador y vendedor de viñedos. Y al final, sentó sus reales sobre unas viñas que dieron vida al château alavés por excelencia, con perdón de todos los demás. Y a vinos de culto que estrenaron pronto mesa de selección y tardaron poco en alcanzar el centenar de puntos más preciados del sector. Tuvo también el acierto de ser uno de los primeros en volver la vista hacia los blancos que hicieron historia en Rioja.
Demasiadas cosas y demasiados éxitos que no molestaron a nadie. La bonhomía y la natural simpatía de ese hombre y de ese nombre que seguirá por siempre vinculado al vino solo era igualada por el asombro y la pasión que despertaba su trabajo. Rodeado de sus botellas, sus uvas, su familia y unos cuantos amigos avanzó por la vida hasta el final. Su repetida imagen con una copa de cata o un racimo en la mano serán a partir de ahora un todavía más bello recuerdo.