El vino es una demostración continuada de amor digan lo que digan las instituciones y sus informes. Y un sentimiento que tiene escasa relación con otras bebidas alcohólicas, especialmente con aquellas de mayor graduación, y ninguna con el tabaco. Aún así es posible que dentro de unas horas la amenaza de incluir advertencias sanitarias en su envoltorio se haga realidad.
El vino es el reflejo de cada paisaje además de un homenaje al pasado de los pueblos que lo vieron nacer y a su influencia en las costumbres y la existencia de todos aquellos que le dedicaron sus mejores esfuerzos. Cada vez que alguien es capaz de adivinar tras su cata de qué zona procede, cuándo se plantó la viña o con qué tiempo y bajo qué clima maduraron las uvas no hace sino exaltar una cultura milenaria. Esa que ahora se siente amenazada por la comida rápida, el abandono de la dieta mediterránea y la proliferación de grasas criminales que nadie prohíbe y casi todos utilizan porque aunque destrocen el futuro de los más jóvenes aumentan en unos céntimos sus beneficios.
Para proteger a los ciudadanos tan solo hace falta entenderlo y entender que promover el consumo moderado de vino es el mejor servicio que se puede prestar a la salud pública. Lo contrario es acercarse al intento de resucitar el fantasma de una ley seca y de sus consecuencias. Y desterrar, de paso, una de las mejores armas para el saludo, la conversación, el conocimiento, la convivencia, la existencia tranquila, la meditación y el disfrute: una copa de vino.
Revista del Vino
Foto: Joshua Chun (Unsplash)