“España es una potencia gastronómica llena de restaurantes con estrellas Michelin. Y Château de Beaucastel es un vino muy gastronómico”. Así explicaba Thomas Perrin, miembro de la quinta generación de la familia que convirtió esa bodegas y esas viñas en una firma legendaria, la convocatoria de una cata dedicada en exclusiva a sus vinos organizada por el Salón Gourmets.
Ocho tintos, cinco de la denominación de origen Châteauneuf-du-Pape y tres de la cercana Gigondas, fueron relatando su pasado. Trayectorias que dan un giro sorprendente cuando hace ya setenta años Jacques Perrin -abuelo de los actuales propietarios y a quien ahora varios tintos rinden homenaje- abraza la agricultura biológica a la que más tarde se añadirán matices biodinámicos.
El estilo creado por ese precursor incluye la utilización de las catorce variedades autorizadas en la denominación y la decidida apuesta por la monastrell, mayoritaria en sus viñedos de Châteauneuf-du-Pape. El mismo acento que se escucha en Gigondas donde reina la garnacha, aunque ninguna de las dos variedades hayan sido siempre tan apreciadas en su país de origen como allí.
El mistral, un viento cuya violencia es capaz de eliminar de las uvas los restos de lluvia, y la ausencia de sabores pronunciados a madera gracias a las crianzas en foudres de cinco mil litros, completan su forma de entender la enología y el respeto a la naturaleza. Es posible que supongan también una invitación a reflexionar sobre cómo están elaborados unos vinos que se encuentran entre los mejores de Francia.
El final de la historia lo escriben la delicadeza de los aromas, la intensidad y pureza de sus sabores y una complejidad pocas veces alcanzada. Vinos de muy larga vida que se mantienen en perfecto estado veinte, treinta o más años después de ser creados. Y que en cosechas excepcionales como la de 2016 permiten poner unas cuantas botellas en el mercado por las que se podría pagar lo que pidieran. Aunque quizá sea mejor no preguntar cuánto cuestan.