Llegó hasta allí, hasta un edificio centenario de la calle Trasbolsa, como constructor y salió convertido en bodeguero. La culpa de ese cambio, radical y repentino, la tuvo probablemente una suma de factores a los que se unió, seguro, la revelación de ese llamado vino de la alegría.
A finales del siglo pasado Juan Piñero adquirió una preciosa bodega en el Barrio Bajo de Sanlúcar de Barrameda. Poco después comenzó a hacer cambios que han incluido desde la orientación de las botas para mejor controlar y favorecer la crianza de sus vinos (con el permiso del levante y el poniente) hasta la restauración de un bellísimo patio. La influencia del enólogo de la casa, Ramiro Ibáñez, en alguna de esas decisiones es evidente.
Hoy Bodegas Juan Piñero ocupa un renovado edificio dedicado a rendir culto a la mejor manzanilla en más de una versión. Maruja, con larga crianza e intensa expresión y Maruja Manzanilla Pasada que llega, buscando todavía mayor carácter, hasta donde la pujanza del velo lo permite. Recorrer sus escalas hasta ese límite acompañado de Juan, de Ramiro, y del irrepetible capataz de la bodega, Joaquín, es experiencia única y al mismo tiempo lección magistral.
Lo mismo podría asegurarse de la cata de otros de sus vinos y muy especialmente del contenido de la sacristía a la que da merecida importancia la verja que la separa. Allí se guardan, entre otras elaboraciones cargadas de magia y misterio, los VORS (treinta o más años de vejez certificada). Un espléndido amontillado, acompañado de un oloroso y un cream, forman esta colección.
Y como cierre, o todavía mejor como aperitivo, las resonancias lorquianas de Camborio, el fino de la casa elaborado en un pequeño casco bodeguero de Jerez recientemente vendido al creador de Pingus, Peter Sisseck. Este enólogo danés es uno de los muchos convencidos de que el mejor blanco de España es un fino. O una manzanilla, dirían otros. En ocasiones, Maruja.
María Jesús Alonso