Arbequino Amontillado, una invitación a soñar

Al caer y golpear sobre la copa anuncia ya (y todavía) que es un aceite de oliva virgen extra de la variedad arbequina. Lo hace mostrando desde la distancia intensidad aromática y delicadeza. Una  vez servido, se aprecian notas a manzana y a hierba hasta que de su fondo emerge la inconfundible presencia de los amontillados viejos. Destacan entonces sus marcados apuntes a frutos secos (almendras y avellanas), a maderas nobles como la caoba y a tabaco. 

Una sorprendente combinación conseguida tras la permanencia de un aceite de Castillo de Canena en algo así como media bota de Lustau ocupada hasta entonces por ese vino generoso. La madera envinada durante décadas ha transmitido al aceite los recuerdos de su doble vida y de su larga y silenciosa crianza hasta crear, antes de que la oxidación le afecte, un producto inclasificable.

Los grandes aceites, dice la tradición, no se disfrazan. Una afirmación que tiene sus excepciones, como ocurre con la trufa, en la grandeza del producto que lo acompaña y en la necesidad de preservarlo. La frase tampoco incluye a este arbequino amontillado, con un alma creada por el olivo y la cepa, que está lejos de ser un aderezo. En realidad, y aunque parezca imposible, nace de la fusión de dos mundos para dar vida a la más respetuosa de las combinaciones. Algo que lleva añadida a una invitación a soñar. Por ejemplo, en unas pocas gotas que realcen, entre otras muchas preparaciones, al corte de un experto sobre un atún de almadraba. A ser posible, presentado como Dios lo trajo al mundo. 

María Jesús Alonso