Difícil no rendirse ante su impresionante amabilidad y redondez. Cincuenta y cinco años de espera han sido necesarios para que mostrara intensidad sin límite, delicadas notas a maderas nobles y prudente calidez equilibrada por reales o imaginarias puntas de frescor. Un misterio el de estos viejos amontillados que solo describe la poesía. Y eso es lo que hizo Antonio Flores, alma de los grandes jereces de González Byass, citando “Ángel de las bodegas” de Alberti (Te vi flotar a ti, flor de agonía…) y otros versos de otros poetas. Difícil también, en ese ambiente, la presentación de una nueva edición de los Finos Palma, y con una gota perfumando el pañuelo como manda la tradición, no regresar continuamente a la memoria aromática de La Constancia, la bodega en que ha nacido el Cuatro Palmas.
El proyecto busca mostrar “las edades del Tío Pepe”, desde los seis hasta los cincuenta y cinco, a partir de una selección de las mejores botas de cada categoría. De nuevo un misterio, el del velo de flor, dando vida, transformando y protegiendo de la oxidación a un fino que clava sus raíces en dos pagos destacados, Macharnudo y Carrascal. Y al que la humedad y la temperatura adecuadas le permiten contar con una venturosa crianza.
A los seis años, Una Palma, es un fino pletórico de recuerdos a flor, increíblemente ligero y muy largo. Se mueve en un constante contrapunto entre notas dulces y amargas o cálidas y frescas para dar paso a un final con notas salinas y tenues apuntes minerales. Un bello comienzo que permite dejarse de nuevo seducir por la explosiva presencia de un fino viejo: Dos Palmas. Fino porque conserva, a sus ocho años, el velo de flor en toda su verdad y viejo por el mérito de haber llegado al límite en plenitud. Muy serio, amplio, complejo, con agradables notas amargas un poco más pronunciadas que en el anterior y recuerdos a frutos secos (avellana).
Tres Palmas marca, a los diez años, el antes y el después (Fue cuando la flor del vino se moría en penumbra, dice el poeta del Puerto de Santa María). La flor es ya tan solo una débil mancha sobre la superficie pero sus restos, depositados en el fondo de la bota, siguen interactuando con el vino para dotarlo de un nuevo carácter. Todo cambia por la influencia de esas levaduras muertas (cabezuelas) y por el paso del tiempo, desde su composición hasta su nombre: fino amontillado. El vino, especiado, graso y con final cremoso procede de una sola y maravillosa bota que uno se hubiera llevado a casa de haber existido la posibilidad. Como también se hubiera apropiado de las botas que han contenido el resto de la colección. Sucesivas paradas de un mismo recorrido entre las que resulta imposible elegir.
Fotos: González Byass y Abel Valdenebro